Los que nos seguís ya sabéis que nos encantar escuchar las inquietudes de nuestro público y alumnos. Una preocupación generalizada implica al oído. Escuchamos una y mil veces la frase: “es que yo no entiendo de música clásica”, “yo no sé escuchar música en un concierto sinfónico”, etc. Pues tranquilos, porque hoy vamos a hablar sobre ese sentido maravilloso y cómo podemos educarlo.
La educación auditiva. Se trata de una asignatura que todos los músicos profesionales hemos tenido que superar. Consiste en educar al oído para escuchar notas (tratar de conseguir un oído absoluto si no has nacido con él) y, sobre todo, de formar un oído relativo. Como os explicamos aquí, el oído relativo es el más útil a la hora de tocar con otras personas, pues nos indica la relación entre los sonidos, la distancia que tienen, y por tanto, los intervalos que se forman y la función armónica de cada nota. Sobre este tipo de educación habla mucho Jaime Altozano, quien da ejemplos de ejercicios que podemos practicar para ir reconociendo intervalos.
La educación del oído en diversos estilos. Esta es la educación que todo melómano desarrolla, independientemente del estilo o género musical que escuche. Por ejemplo, los fans del rock lo escuchan de manera asidua y comprenden su lenguaje. Son capaces de apreciar matices distintivos en cada grupo, cada década, cada influencia recibida, etc. Con la música clásica pasa lo mismo. Cuantas más obras clásicas escuchamos, más diferencias notamos. Y, poco a poco, somos capaces de reconocer las características de la época clásica o romántica o impresionista. Distinguimos entre diversos compositores porque reconocemos su lenguaje propio, los tipos de armonías que emplean, la forma en la que desarrollan una melodía, la manera de orquestar, el tipo de instrumentación que eligen, etc. Este tipo de oído sólo requiere de tiempo y de escucha atenta. No hay más que dedicarle tiempo a la música clásica y poco a poco el oído y el cerebro irán realizando conexiones y relacionando contenidos auditivos.
Por último, podemos emplear nuestro oído para convertirlo en una herramienta de autoanálisis. Este es el oído que a mí más me gusta. Por muy paradójico que parezca, a un estudiante de música le cuesta mucho escucharse a sí mismo y le lleva un tiempo desarrollar un oído crítico que sea capaz de diferenciar un sonido pleno, afinado, con un buen centro, rellenito de armónicos, de un sonido pobre y sin calidad. ¿Por qué ocurre esto? Porque cuando estamos aprendiendo a tocar, nuestro cerebro está muy ocupado. Tened en cuenta que la música es un lenguaje. Un aprendiz está desarrollando el “habla” y la “lectura” de ese lenguaje al mismo tiempo, y la capacidad de escucharse a sí mismo se ve mermada. Tocar a la vez que leemos una partitura ocupa toda la atención que tenemos, pues en necesario descodificar el lenguaje musical (qué nota es, cuál es su duración y qué articulación y dinámica tiene) a la vez que enviamos la señal al cuerpo para tocar esa nota en nuestro instrumento. Todo esto es un gran esfuerzo para nuestro cerebro. Por esto, aunque obviamente escuchamos si la nota suena o no, no somos capaces, al principio, de analizar la calidad de nuestro sonido. El desarrollo de la audición en un idioma y su consiguiente reproducción suele costar más que las habilidades de compresión o lectura. A la hora de hablar un idioma extranjero uno trata de pronunciar correctamente, y aunque sabe que no lo hace del todo bien no sabe muy bien por qué es.
Debemos desarrollar el oído de tal forma que nos permita detectar hasta el más mínimo rasgo, para así poder imitarlo. Y lo mismo ocurre con la música. Debemos conocer nuestro propio instrumento, sus posibilidades, para poder distinguir auditivamente esas características y buscarlas en nuestra producción sonora. Tener el ejemplo sonoro en la cabeza, para poder reproducirlo en nuestro instrumento.
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